lunes, 8 de septiembre de 2014

El confidente amortizado.


Imagen: geralt (pixabay.com)



Estaba tocado con el aura de los perdedores. Cuando empezó a rodar cuesta abajo ya llevaba un tiempo bordeando la ley por el lado de fuera, pero imaginó que estaba jugando una partida de poker que no podía perder. ¡Cómo iba a perder si en su equipo jugaban los representantes de la ley!. Tan solo un pequeño detalle que marcaba una sutil diferencia: No era uno de ellos”.


En aquellos años, la Guardia Civil hacía la vista gorda, cuando no colaboraba activamente con los contrabandistas y traficantes de droga en Euskadi. Los agentes que participaban en estas operaciones no eran muchos y formaban un grupo especial casi intocable dentro del cuartel de Intxaurrondo. Justificaban su conducta en que a cambio recibían delaciones anónimas sobre miembros de ETA, pero ni ellos ni sus mandos rechazaban su parte de tan lucrativa actividad. Consideraban que su sueldo era bajo y que el Estado no compensaba lo suficiente el hecho de que se estaban jugando la vida.


Los etarras conocían la estrategia policial y, por su parte, asesinaron a casi todos los dueños de locales en los que sospechaban que se vendía droga. A todos ellos —algunas veces con razón y muchas sin ella— indefectiblemente les etiquetaban de “chivatos”, estigma que perseguía a la víctima para siempre y que justificaba cualquier cosa que hubieran hecho con ella. Lo hacían incluso cuando se equivocaban de persona. El mensaje no podía ser más claro.


Todo se torció definitivamente cuando en una guardia a la espera de una partida de tabaco de contrabando en las rocas de Tximistarri, cuando el sirimiri, la humedad y el frío taladran los chubasqueros y los cigarrillos no aplacan la ansiedad, su compañero,un suboficial de la Guardia Civil —un armario de metro noventa y homosexual— se fue de la lengua y, por marcar paquete, le contó cómo había participado en el secuestro de dos etarras en Francia, cómo él y otro colega les habían interrogado de forma extraoficialy cómo, finalmente, tras obligarles a cavar su propia fosa, les habían pegado dos tiros. Ante el notable escepticismo del traficante, ya que por entonces nada se sabía de esta historia, el sargento rellenó el relato de detalles y presumió de que el autor de los disparos había sido él.
Llegó la zodiac con los fardos que ambos cargaron y trasladaron a San Sebastián. Al día siguiente, cada uno se dedicó a sus ocupaciones habituales y no se volvió a hablar del asunto. Aunque el guardia olvidó pronto la conversación, el confidente ya no pudo olvidarla jamás.
Años más tarde, cuando las alimañas desenterraron parte de los cadáveres y un perspicaz oficial de policía sospechó que aquellos huesos que presentaban impactos en el cráneo podían ser los de los etarras desaparecidos, la conversación de las rocas de Tximistarri adquirió de nuevo importancia.


Para entonces, el sargento, que junto a su inseparable compañero de servicio había participado en otras acciones ilegales de la lucha antiterrorista, se debía de creer invencible, porque ambos habían protagonizado algunos episodios que entraban de lleno en la delincuencia común. Así, los dos guardias civiles habían sido detenidos en Irún por efectivos de la policía municipal cuando trataban de robar una cazadora de cuero de la que el sargento se había encaprichado. A pesar del estatus y de la protección de la que gozaban, habían sido condenados.


Tanto va el cántaro a la fuente que la fiscalía de San Sebastián se hizo eco en un informe demoledor de la relación entre contrabandistas, narcotraficantes y guardias civiles del cuartel de Intxaurrondo. El escrito, que formaba parte de unas diligencias informativas que nunca fueron judicializadas, fue elevado por el fiscal a sus superiores, circuló por algunas redacciones de periódicos y, finalmente, fue archivado. Sus efectos, sin embargo, fueron devastadores. Tres de los mencionados, entre ellos el jefe del confidente, fueron asesinados. Inicialmente se pensó que fue obra de ETA, pues el periodista estrella del diario afín a los terroristas había hecho una campaña mediática dando cuenta de la estrecha relación que los asesinados tenían con la Guardia Civil.


Sin embargo, poco después, desde medios próximos al PNV se comentó que los guardias de Intxaurrondo, que tenían compañeros infiltrados en ETA, habrían dado instrucciones para matar a los contrabandistas y traficantes con el fin de eliminar pistas y evidencias. Nunca hubo pruebas de que hubiera sido así, pero la fama del grupo de agentes del cuartel en los casos Zabalza, Urigoitia, Olaskoaga, etcétera, era suficiente para que los implicados se sintieran aterrorizados.


En ese clima de sospecha y de desconfianza general, el confidente se sentía seguido diariamente por una pareja de agentes de paisano y temía por su vida. No solo había participado en alijos con una docena de guardias del grupo especial, sino que conocía el secreto del sargento que podía llevarle a la cárcel muchos años. Y creía, no sin cierto fundamento, que este, ligero de gatillo, y sus amigos podían tener la tentación de ahorrarle el resto de los sufrimientos que le aguardaban en esta vida.
A pesar de que el miedo le provocaba sudores fríos y cierta rigidez, decidió mantener la entereza todo lo que pudiera porque de lo contrario estaba perdido. Planificó alguna medida de autoprotección y, a través de algunos amigos de su antiguo jefe próximos al Partido Socialista de Euskadi, consiguió una cita con el Gobernador Civil de Guipúzcoa, al que le pensaba proporcionar una delicada y vital información.


Sabido es que los negocios importantes en Euskadi se realizan alrededor de una mesa y con comida de por medio y este no iba a ser menos. El mandatario, un hombre de la tierra, quiso mostrarse espléndido y reservó cubierto en uno de los mejores restaurantes de San Sebastián. El almuerzo, sin embargo, no discurría con fluidez, el confidente parecía agarrotado. Al cabo de un rato, el Gobernador preguntó:


– ¿Qué le ocurre?


– Verá señor, temo por mi vida —respondió el confidente—. Supongo que estoy amortizado.


– Pero, ¿qué tontería es esa? —replicó el Gobernador.


– ¿Ve a esos dos tipos de la mesa de la esquina? Pues son dos guardias de Intxaurrondo que han participado en asuntos turbios. Supongo que nos están espiando para saber que le cuento y obrar en consecuencia.


– ¿Dos guardias en un restaurante como este? —se extrañó el Gobernador—. Vamos a verlo.


Acto seguido llamó a sus escoltas y les pidió que identificasen a los dos comensales sospechosos, que resultaron ser dos hombres del grupo especial que comandaba el sargento. Descubiertos, abandonaron el local.
El confidente, entonces, decidió aprovechar la ocasión y desgranó minuciosamente todos los detalles que el sargento le había contado en las rocas de Tximistarri sobre el secuestro, interrogatorio y muerte de los dos etarras, declaración que reprodujo ante el juez a los pocos días. Se convirtió en testigo protegido, aunque en España esa condición sea una broma y los delatados te conozcan desde hace 20 años.


Una oferta envenenada


A partir de ese momento, la partida cambió por completo de escenario. Los abogados de los guardias, expertos en tapar todo tipo de chapuzas de la guerra sucia, se dieron cuenta de inmediato. El confidente se había comprado un seguro de vida. Al menos hasta después del juicio e incluso hasta después de que el caso pasase por el Supremo si es que no conseguían convencer al tribunal de la inocencia de sus clientes. Si los guardias eliminaban al confidente, sus declaraciones ante el juez sobre el relato del sargento se convertirían en dogma de fe y sus clientes podían darse por condenados. Necesitaban cambiar de estrategia. Al confidente no se le podía tocar un pelo y no había que amenazarlo. Había que desprestigiarlo.


Casi desde el principio, airearon en la prensa que el testigo era un delincuente de medio pelo carente de la más mínima credibilidad. Pero el disparo fue un fiasco. El juez instructor del caso hizo una reconstrucción de los hechos y los detalles ofrecidos por el confidente casaban a la perfección con el lugar en el que los etarras habían sido secuestrados y torturados. Uno de los puntos que daba veracidad al relato, un detalle casi imposible de imaginar si no lo conocías previamente, era que en el sótano del edificio había una gran argolla metálica en la pared en la que habían atado a los etarras.

Sería un delincuente, pero su testimonio desprendía verosimilitud.
Los letrados decidieron pasar al plan b. Hicieron saber al confidente que estaban dispuestos a comprar su testimonio por cien millones de pesetas. Tenía que desdecirse de toda su declaración y ofrecer otras explicaciones que llevaran la duda a los jueces o al menos que invalidaran el testimonio inicial. El confidente consideró que el precio era razonable.
El abogado del sargento le citó en su despacho y lo sembró de micrófonos para grabar el diálogo. El confidente, como medida de seguridad había comunicado dónde iba y, como tampoco era novato, también portaba grabadora.

Luego, la conversación no duró mucho. El abogado, que parecía tener prisa por acabar, le preguntó:

– ¿Está usted dispuesto a modificar su declaración judicial a cambio de cien millones de pesetas?

El confidente vio la trampa y pensó en esquivarla, pero se dijo que cien kilos se merecían una oportunidad, que una familia rota, estrecheces económicas y una vida de enfermedad, medicación y amenazas no era vida. Lo pensó un momento y decidió que apostaría porque no era una trampa. Si por el contrario la trampa era trampa, y parecía trampa, sería mejor caer en ella, pero dejándoles una carga de profundidad que no pudieran digerir. Tras un momento de reflexión, respondió:

– Sí, estoy dispuesto a modificar mi declaración por cien millones. Es decir, a cambiar la verdad por cien kilos, porque quiero que conste que lo que yo declaré es la verdad.

El abogado del sargento creyó que con eso bastaría y cortó la reunión. Ni cien millones ni uno para un traidor, pensó. Un tipo sin palabra dispuesto a cambiar su declaración por dinero estaba desprestigiado. Presentó la grabación en el juzgado y, de paso, la filtró a un periódico amigo que enfocó la noticia como una gran primicia: la prueba decisiva de que el confidente era un testigo sin credibilidad.

El juicio fue todo un reto. Los amigos y las familias de los guardias amedrentaban a los testigos que declaraban contra ellos y a los periodistas que no informaban como ellos querían, al tiempo que trataban de ejercer cierta presión contra los magistrados encargados de juzgar el caso.

El confidente llegó a la sala medicado hasta las cejas, con todos los miedos a flor de piel, sudando dentro de su terno gris marengo y, sobre todo al principio, con un verbo confuso e inconexo. A medida que avanzaba el interrogatorio, fue ganando seguridad y acabó confirmando todos los extremos de su relato inicial. Admitió que estuvo dispuesto a cambiar su testimonio por dinero, pero que finalmente no lo había hecho y que lo que había dicho era solo la verdad. “El que disparó fue el sargento. Juro que él me lo contó”, concluyó.

La sentencia, que condenó a 71 años de cárcel al sargento, a su colega y a tres de sus jefes, dedicó media página a la trampa ideada por el abogado. Como estrategia había sido un desastre. La grabación había llevado a los jueces a la convicción de que el testigo, venciendo al miedo, había dicho la verdad.

Murió tiempo después, a los 50 años, como consecuencia de la epilepsia que padecía. Sus últimos años fueron un verdadero calvario. Fuera de sitio, ejerció la hostelería en el Mediterráneo una temporada, mientras tuvo la condición de testigo protegido. Poco después, regresó a San Sebastián donde malvivía en un hostal entre la incertidumbre y el miedo. Paradojas de la vida, un comando de ETA lo llegó a tener en su punto de mira, pero fue desarticulado cuando iba a atentar contra él. A esas alturas, ya le daba lo mismo, como él decía, estaba amortizado.


Nota: Este relato fue publicado el 5 de agosto de 2014 en Cuarto Poder



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Última edición por Ciudadan@s de Espartinas; 05-sep-2014 a las 16:33

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